jueves, 18 de diciembre de 2008

De cómo Dios cambió el pesebre por los reflectores

Y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo.
Y he aquí la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos,
hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño.

Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María,
y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros,
le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.


Mateo, 2:9

¿Cuántas veces ha ocurrido en los últimos años que un niño recién nacido o de pocos años acapara la atención de cientos o quizá de miles de personas en todo el mundo? ¿Y cuántas de esas veces nos enteramos por la televisión, el periódico o las revistas sobre el hospital donde nació, los nombres de los médicos que asistieron el parto o la hora en que lloró por primera vez? Seguramente han sido muchas. El niño, obviamente, ha de ser hijo de alguien encumbrado en la esfera política, deportiva o de espectáculos y es ya, desde su alumbramiento, toda una celebridad.
Siendo así las cosas, no nos extrañaría que para el segundo round en la lucha por la salvación de la humanidad, Dios enviara a su hijo en una posición más ventajosa de la que tuvo en su primera visita al mundo terrenal, pues de qué otra forma se escucharían con mayor atención sus palabras que viniendo de alguien con la proyección que tiene en estos tiempos ser descendiente de un cantante o un actor famoso.
Así, en nuestra escena, Dios encarnó al Salvador en el pequeño Miguel, y como es costumbre se preparó el "circo" para presentar su nacimiento en sociedad.


Como suele suceder, los peregrinos acudieron desde todas partes, ya fuera consiguiendo uno de los cotizadísimos boletos para poder acceder al evento o desde sus casas, siguiendo —como les había sido indicado— la señal de la estrella, es decir, del Canal de las Estrellas. A la cita también acudieron personajes importantísimos de la época a saludar al infante: uno de ellos era el rey de los medios de comunicación (Emilio Azcárraga Jean), cuyo presente para el niño consistía en darle toda la cobertura mediática posible; el segundo era todavía un príncipe (Carlos Loret de Mola), pero tenía una gran aspiración: convertirse en el próximo rey de los noticiarios; su regalo no fue otro más que la promesa de hacerle al pequeño todas las entrevistas insulsas que le ordenaran —omitiendo siempre las preguntas comprometedoras—; por último asistió un personaje que por su facha de simple comunicante (Humberto Vélez) no presentaba ropajes lujosos como los otros dos, pero que ofreció como regalo servir como bufón para el niño haciendo voces graciosas.


Tampoco faltaron los diablillos que querían arruinar la fiesta a como diera lugar: tomaron la forma de fotógrafos y reporteros de espectáculos, y se esforzaban por fotografiar y entrevistar a los padres del niño. Sin embargo nada pudo contra los planes del Señor.
Una vez que todo estuvo listo se encendieron las luces del foro, se escucharon los aplausos del público y el espectáculo dio comienzo. Mientras tanto, Dios miraba complacido desde las alturas.